Las dictaduras son tan antiguas
como la humanidad. Donde un individuo, una casta o un grupo usurpan el imperio
de la ley y disponen de él a su antojo, irrumpe la tiranía y retrocede e
incluso desaparece la libertad. Recordemos, en Grecia, el gobierno llamado de
los Treinta Tiranos o los nombres tristemente célebres de Fidón, Hipias,
Hiparco, Polícrates, los Dionisio de Sicilia, etc., etc. Todos ellos lograron
el poder con malas artes, que van desde la simple demagogia hasta el golpe de
estado. La fuerza, pues, sustituye al derecho y la arbitrariedad a la justicia.
La
tiranía, que es el peor régimen –en palabras de
Aristóteles-, es el más alejado de una
constitución.
Tampoco
Roma se libró de esta plaga. La figura del dictador era incluso legal en
ciertas circunstancias, por un plazo que, por regla general, no excedía los dos
años y por orden expresa del Senado. En la práctica, como cabe esperar de quien
detenta un poder absoluto, muy pocos resistieron la tentación de atropellar la
legalidad. Es el caso de Sila, que se hizo nombrar dictador vitalicio y cometió
toda clase de crímenes y tropelías hasta que, finalmente, él mismo fue
asesinado. Octavio Augusto, fundador del
Imperio, suprimió esta figura que, por razones obvias, no era ya
necesaria. En periodos de extremado
autoritarismo adquiría especial relevancia un terrible lugar, la cárcel
conocida como Tullianum, cuyo nombre
causaba escalofrío: era un centro de detención, una siniestra cámara de
torturas y un lugar de aislamiento, en cuyos infernales calabozos cualquier
hombre podía morir de hambre, ejecutado mediante estrangulamiento o,
simplemente, desaparecer. Existe la creencia, bastante extendida, de que el
apóstol Pedro estuvo detenido entre estos muros, antes de su crucifixión. Los
horrores de este lugar, descritos, entre otros, por Cicerón, evidencian que,
por desgracia, no hay nada nuevo bajo el
sol.
Sin
embargo, como quiera que la calma sucede a la tempestad y a las tinieblas la
luz del día, también las dictaduras dejan tras su caída el fervor de la
libertad y un ansia de justicia que prenden en la conciencia de los pueblos la
firme resolución de que aquellas no se repitan jamás.
El
derecho y la cultura son las únicas armas con que cuentan los pueblos a la hora
de exorcizar los fantasmas que amenazan su libre albedrío. No es de extrañar
por ello que, recuperada la democracia, se intente mantener la memoria de lo
ocurrido, pues se dice con razón que los pueblos que olvidan su historia están
abocados a repetirla. Y cuando no se juzga a los culpables –que es un caso
frecuente-, será la propia literatura la que asuma esta potestad e intente
mantener esa memoria amarga, aunque
imprescindible, rehabilitando a los que perecieron y legando a las nuevas generaciones
el testimonio vivo de su sufrimiento y el precio sufragado por el don de la
libertad.
La
dictadura que asoló Argentina entre 1976 y 1983 fue, sin lugar a dudas, la más
sangrienta de las padecidas por el país.
Los generales Videla, Viola, Galtieri y Nicolaides aplastaron los
derechos humanos y, en lugar de los mismos, institucionalizaron el terrorismo
de estado, convirtiendo a Argentina en un inmenso campo de concentración. La
tortura, el asesinato, la desaparición de personas y el secuestro de niños
recién nacidos fueron prácticas habituales en aquellos años sombríos. Como en
la Alemania de Hitler, se saquearon bibliotecas y se quemaron libros, se
estableció una férrea censura y el control ideológico de la población. La
historia de este periodo constituye un auténtico museo de horrores, que hoy la
literatura intenta mantener en la memoria del pueblo, a fin de evitarlos en lo
sucesivo.
Son
muchos, pues, los autores que, a través de sus obras, reconstruyen la terrible
odisea de los muertos. Encabeza la nómina un escritor tan conocido y reconocido
universalmente como Ernesto Sábato, cuyo célebre informe se ha convertido en fuente indispensable para el
conocimiento de aquel infierno. Pero hay muchos más y la lista sería
interminable.
Este
es el marco referencial de la novela de Gustavo Dessal, que hoy presentamos. El
autor de Clandestinidad, bonaerense
de 1952 y residente en Madrid desde 1982, es un psicoanalista de estirpe
freudiana, que cuenta en su haber con una extensa producción literaria, materializada
en numerosos artículos, dos libros de relatos (Operación Afrodita y Mas
líbranos del bien), otra novela (Principio
de incertidumbre) y un ensayo (Las
ciencias inhumanas).
En
Clandestinidad, el título se acoge a
toda su extensión para brillar entre lo oscuro ante los ojos de cualquier
lector. Con lenguaje ágil, sencillo, pero repleto de fuerza -pues no en vano el
autor conoce perfectamente todos los claustros y aperturas del subconsciente
humano-, va apareciendo ante nuestra mirada un retrato de las facetas y
personajes más terribles de la dictadura argentina. Y no sólo nos convence de
estar viviendo allí, bajo esa sarta de delirios y atrocidades, sino que nos
muestra íntegramente -que no con toda su integridad- una clarísima muestra de
la gente de uno de los bandos, por así decirlo, dibujando al máximo la no personalidad del que, a modo de
comodín, va escaqueando su existencia. El autor, sin dar abiertamente alma a
ninguno de sus personajes, define abiertamente su pensamiento, manifiesto desde
el instante en que atribuye inteligencia, atractivo, juventud y todos los
valores positivos a la única o a las únicas representantes de la oposición. En
cambio, los torturadores, los esbirros del poder, la mano ejecutora de las
terribles torturas que nos narra, son siempre individuos no sólo de mala calaña
sino incluso monstruosos, torpes, zafios, pendencieros, lacras éstas que, por
proximidad, se trasladan a sus propias familias, salpicándolas de fealdad.
En
este ámbito, sobresale la anodina personalidad del personaje principal, un ser
frío, mermado, sin fuerza apenas; alguien que, sin carácter, se adhiere a lo
primero que se le presenta. Él –así se le designa, deliberadamente- no oculta
su temor hacia quien hubiera sido la protagonista femenina, de no ser que el
propio no ser del muchacho la desviara de la historia, pues, incapaz de
aprender de su inteligencia juvenil, la desplaza hasta casi el olvido en lo que
podemos considerar la trama real, encerrándola en el terrible sótano de su
memoria, desde la cual emerge sin embargo en muchas ocasiones. Un tercer
personaje quedará esbozado lo suficiente como para comprender no sólo su
presente sino para presentir hasta su futuro, esa hija que, pregunta tras
pregunta, va conduciendo al protagonista hasta que, dejándose arrastrar por el
delicado hilo de araña que aquella le teje, nos va descifrando su clandestina
historia.
Resulta
altamente interesante el estudio profundo de clandestinidades que se abre como
baraja ante nuestros ojos; la clandestinidad de la joven, que huye del amorío
para dedicarse plenamente a la política, es infinitamente menor que la de
aquel, que, sumido en el terrible oficio de servir a la dictadura, vive unas experiencias
muchísimo más ocultas, las cuales, añadidas a las de su propia grisitud, convierten
su existencia en una forma de clandestinidad totalmente subterránea e
insalvable.
Otro
de los valores de la narración es el elemento sorpresa, que el autor baraja con
total soltura al comenzar muchos de los capítulos describiéndonos o
adentrándonos en el hacer o decir de alguno de los personajes, pero sin
especificar de cual se trata, hasta que, pasados unos fragmentos, y por
cualquier detalle pequeño pero concreto, adivinamos en qué lugar o con quién
compartimos la secuencia.
Mientras
nos vamos adentrando por la trama, el realismo de las escenas nos crea una
atmósfera de desazón. Sentimos esa hoja de cuchillo que, afilándose, va
cercenándonos la creencia en el ser humano como entidad inteligente y suprema
conductora en el reino de la animalidad. Cada vez más, párrafo a párrafo, el
hombre se nos va desnudando hasta dejar totalmente al descubierto a la bestia
que lleva dentro. Sin embargo, el relato se afina con pinceladas de delicadeza,
hábilmente resueltas al introducir en los momentos más tensos, esbozos de
paisajes o preguntas de esa joven que esgrime todavía su aura de pureza. Sin
dejar de asistir al mundo de la calle o al de esos infiernos subterráneos donde
la tortura es la única ley, navegamos por dentro de las diferentes
personalidades, aprendiendo también qué clase de individuos son los capaces de
llevar a cabo las últimas órdenes de cualquier dictadura. Es notable cómo queda
totalmente perfilada la línea plana del electro moral del personaje principal,
igual que no podríamos olvidar el perfil infrasimiesco de Galván –o El Loco-, uno
de los esbirros. Hay momentos en la obra en los que tocamos fondo en cuanto a
lo que sospechamos de un momento similar en la historia y, no bastándonos con
ello, la palabra del autor nos induce, voluntaria o involuntariamente, a pensar
que no sólo fue eso, sino que la delincuencia fue todavía más tosca, más sucio
el realismo, más grave la impostura de una clandestinidad, casi satánica,
contra otra clandestinidad idílica, como la de la muchacha capaz de soñar el
renacimiento de un país o de una sociedad, frente al pretendido proceso de
reorganización nacional esgrimido por los verdugos.
Si
tuviera que elegir un momento, dentro de esta fantasmagórica manera de habitar
el subsuelo de la ley, me quedaría con el inmenso terror que produce al que
contempla el hecho de considerar envoltorio a una madre gestante y especie de
producto a manufacturar a la cría extraída de su propio interior para venderla
posteriormente a cualquier familia fascista.
Atravesar
los muros del Hospital o cualquier otra cárcel al margen de la ley nos retrae
al Tullianum romano. Y si allí había
pozos donde, secretamente, se arrojaba a los detenidos para hacerlos morir de
hambre a espaldas de la sociedad, en las celdas de estos presidios se gesta de
igual modo el destino de los disidentes. Entrar en este mundo constituye un
descenso a los infiernos. Todo es helado en él, como en aquella región de los
hielos donde los condenados, según Dante Alighieri, sufrían la punzada de sus
lágrimas al congelarse éstas. Solamente el dolor de las torturas –la paradoja
es escalofriante- ponía una nota humana en medio de tanta bestialidad.
Dessal
psicoanaliza a los verdugos, lo que, trasladado a la arquitectura de la novela,
significa que cumple con ambas disciplinas, la literatura de ficción –en este
caso, ma non troppo- y la psicología.
Configurarlos rigurosamente equivale a psicoanalizarlos y él lo hace del único
modo posible, obligándolos a actuar y vaciándoles la conciencia y el
inconsciente en cada conversación, en cada diálogo, en cada palabra, hasta
quedar desnudos y poner en la mesa de operaciones –no es otra cosa el texto
narrativo- el cadáver del hombre cuando ha abjurado de su condición.
Esta
técnica le permite además arrojarse sin salvavidas al océano del idioma y
convertir en lengua literaria –si acaso ya no lo era- el habla popular, las
jergas y el argot de los distintos grupos sociales en Argentina, componiendo un
mosaico lingüístico que también contribuye a la forja de cada personaje.
Cabe
aún preguntarse cuál de ellos es realmente el principal. ¿El Pibe? ¿La
muchacha? ¿Galván? Y, luego de pensarlo, concluyo que son todos o ninguno.
Todos, tal vez; las víctimas y los propios verdugos: en una dictadura, todos
son perdedores.