4 de junio de 2012

NOCTURNO PARISINO (Sobre un libro de Luisa Futoransky)



          Abro Sequana Barrosa y la veo cruzar. Su bicicleta tiene alas, porta alas de mimbre, de juncos de ribera, de sediciosa seda de Estambul. Es ella, me digo pronta. La conocí en palabras, nos cruzamos apenas unos correos, virtuales, vaya a saber, la única virtud le queda solamente a la palabra.

          Viene bajando el río, zigzagueando el mapa de las eras, las costumbres atávicas del hombre, exprimiendo lugares y tiempos y lugares, tréboles de ayer y de hoy saltando entre sus manos de Eva tránsfuga de un Edén imposible. Ella lleva en los dedos las cuatro hojas de ese milagro a punto de extinguir, ya lo han dicho botánicos, junto al luronium natans, son especies que pueden fallecer, como mueren los versos lejos de las caricias de unas manos capaces.

          Se acerca en bicicleta, tiene heridas París de sus ruedas inmóviles, tiene arrugas París, porque Luisa pliega sus calles y sus tiendas, sólo para mostrarnos que existen otras torres de suburbio, que el vino sube a mesas a cantarle al oído, que la verdad no existe y podemos hacer con ella unos Elíseos, una tumba a la guerra o lo que venga en gana.

          Llega sonriente, perforando ese frío de ciudad que se viste de campo los días más festivos. Se detiene y contempla los viejos tenderetes de aquellos bouquinistes a la orilla del agua. Coge de allí unos libros, los desnuda, los mezcla, los teclea a jirones y, dándoles el aire de su voz, convierte sus mil textos en poemas.

          Hay que cocer poemas, hay que hacer que el poema sea hijo de la verdad e hijo de la farsa, del cine, hijo también del arte, de la piedra, del mármol, de aquellos monumentos de ciudades lejanas por donde ya pasó Futoransky, tomando fotografías, datos, cifras de muertos, aquelarres. Hay que hacer que el poema sea poema y a la vez no lo sea, porque en la irrealidad de todo está lo más real. En la noche, los sueños, la libertad, la vida. Hay que hacer de chistera. Ella abre la cesta que lleva en su rodar y saca alegremente la capa y el sombrero y la capacidad de convertir el tiempo en un conejo que llega hasta Caen, donde la actual Abadía de los hombres, hasta Pekín; se recorre la vida y va de Pe a Pa hasta dar con el río de la idea y aniquilar distancias.  

          De pronto mira el Sena, lo ve como un espejo y está detrás Irlanda y hay un bufón, lacayo y cantor del serrallo presidencial francés y pedalea y Naxos aparece como un terrible juego de abalorios y ahí revuela un loro que canta y que repite, tenazmente, el nombre del amante que no precisa dar nombre a la beldad, a la verdad de ser sencillamente bohemia y lacerantemente poeta.

          He aquí una poeta, se escucha entre el murmullo que asiste a los domingos de frío de París. He aquí una poeta, ya se dijo con grandes titulares llegados de la France Press.

          -Esta mujer, ahí donde la ves, pedaleando con enaguas de crinolina por los viejos Boulevards, es poeta -dijo Madame Feraud, delante de unos textos de Sófocles y Homero-.

          -Su poesía es fruto de una nebulosa intelectual -aseveró Michel, signándose tres veces ante un virgencita tallada exactamente para los desesperados- y, como tal, espera, bebiéndose el Negroni en la Piazza del Popolo, a que llegue el Apocalipsis.



          Va anocheciendo, en París anochece temprano, los bares se retiran casi a hora de clueca y el Sena ha de inventar sus historias nocturnas para arrancar su soledad. Bajo la oscura estera del vacío cruza un tren en la noche de otoño, porque en París los meses han decidido juntos un trueque en sus horarios y arrastran suavemente las manos de Perón que siguen conversando con las otras del Che.

          De pronto, Luisa toma unos apuntes que ha de tipear y se le mezclan siglos, iones, lenguas, palomas, guitarras y roperos y la voz de Ezra Pound y el grito de Filippo y la Pampa; y teclea a derecha y baja y adelanta los puntos suspensivos, guión alto, un vacío. No es preciso medir, el poema se escapa, se esta yendo a su aire y la gente pretende la libertad, lo libre, un poquito de hielo y unas gotas de azul libertinaje y que no suba más la gasolina. Y ella escribe, amparada, qué digo, buscando en el amparo a los monjes del Císter, que viven como horas bajo el cielo nocturno, como cluecas cantando debajo de las sayas de la Virgen, como nómadas siempre de una historia a otra historia, en libros repetidos como los viejos cánones de la Iglesia.

          Y ahí, como sucede en el Quijote, pero no con un burro sino con un animal de industria y pedaleo, se le pierde la bici, se le aduerme la rueda de la sombra, se le desvía el metro y regresa paseando hacia el Centro Pompidou. Deshace la memoria, porque en recordar consiste saber lo que olvidamos, en olvidar se aprende nuevamente un lenguaje; reconstruyendo, vamos levantando la mística ciudad y dudando sabemos. Sabemos del ayer que nos muestra las cosas y decimos: no es posible, no veo a Remedios la bella levitando, no creo que Borges no encontrara a aquel crucificado al fin, no sé si la verdad tan sólo es relativa, no caigo, ahora mismo no caigo, no entiendo de qué vientre nacieron tantos hijos ni qué padre cubrió a aquellas criaturas del Edén ni qué serpiente hablara -para luego callar en stand-back- ni qué hombres bajaran, qué hijos de los dioses, de qué imperio, de qué lugar ajeno aún a la Nasa se mezclaron con qué, o qué visión tuvimos, entre vinos de Italia y españoles, con el Mosel del Rhin y el vinho verde, que nos hizo cainitas, poetas, soñadores, como a Luisa. Enormes trasgresores, cultos, atiborrados, plenos de manzanas y en cueros, en cueros siempre, desnudos siempre, enfebrecidos siempre, con esa hilaridad del que nos cuenta algo y ese algo no tiene sino la violencia de existir, la precisión de hacerse a nuestra imagen, de ser cierto.

          Abro así, definitivamente, Sequana barrosa y penetro en el verbo de la deidad, me acerco hasta su oráculo. Subo a la embarcación que hay bajo sus pies y veo los escritos, no sé si un poemario, no sé si un codicilo, no sé si es un grimorio, no sé si otra manera de entreabrir una lumínica cajita de Pandora y me sumerjo en sus páginas. He viajado mucho, he conocido mucho, he leído en las manos de Luisa las letras de los clásicos, he aprendido París, otro París distinto al de la voz de Piaf, pero la misma música; al de los violinistas, pero de igual madera. Me he sentado en las calles en donde retozó la Maga de Cortázar, me he inundado la sangre de todo lo que es sangre, de todo lo que es letra, de todo lo que es filo cortante, de poesía.

          Cuando leáis la obra, no la miréis distinta por la táctica, no la nombréis distinta por el metro, no digáis qué horizonte separa la poesía en prosa de la prosa poética; vivid aquí París, bebed aquí París, fornicad en los versos de París. La noche, hasta en Pigalle, es un molino y gira, la vida es un molino, la palabra se vuelca y se contiene, la poesía es diva y ha salido a entonar en las manos de Luisa un cancán, a mostrarnos sus muslos, a zaherirnos.

          Detrás de las vitrinas de los versos están ellas, las musas más procaces, las putas más angélicas, las letras más hermosas con pechos ateridos de amor. Entrad, el libro es joven. Comprad, la noche es larga. Escuchad, disfrutad del verbo y de la carne. Abrid vuestras entrañas a aquellas que se ofrecen. Esto es Pigalle, señores y el que no participa no sabe qué es la noche y pierde la ilusión de ver la vida.

          No os detengáis, oíd, la libertad empieza en su palabra, nada tiene valor si no se escandaliza a nadie. Hale hop, al salón, a escuchar la dulcísima voz de la oráculo, la poesía está luciéndose más ataviada y más desnuda que nunca esperando unos ojos carnales que la miren.