Viene bajando el río, zigzagueando el
mapa de las eras, las costumbres atávicas del hombre, exprimiendo lugares y
tiempos y lugares, tréboles de ayer y de hoy saltando entre sus manos de Eva
tránsfuga de un Edén imposible. Ella lleva en los dedos las cuatro hojas de ese
milagro a punto de extinguir, ya lo han dicho botánicos, junto al luronium natans, son especies que pueden
fallecer, como mueren los versos lejos de las caricias de unas manos capaces.
Se acerca en bicicleta, tiene heridas
París de sus ruedas inmóviles, tiene arrugas París, porque Luisa pliega sus
calles y sus tiendas, sólo para mostrarnos que existen otras torres de
suburbio, que el vino sube a mesas a cantarle al oído, que la verdad no existe
y podemos hacer con ella unos Elíseos, una tumba a la guerra o lo que venga en
gana.
Llega sonriente, perforando ese frío
de ciudad que se viste de campo los días más festivos. Se detiene y contempla
los viejos tenderetes de aquellos bouquinistes
a la orilla del agua. Coge de allí unos libros, los desnuda, los mezcla, los
teclea a jirones y, dándoles el aire de su voz, convierte sus mil textos en
poemas.
Hay que cocer poemas, hay que hacer
que el poema sea hijo de la verdad e hijo de la farsa, del cine, hijo también
del arte, de la piedra, del mármol, de aquellos monumentos de ciudades lejanas
por donde ya pasó Futoransky, tomando fotografías, datos, cifras de muertos,
aquelarres. Hay que hacer que el poema sea poema y a la vez no lo sea, porque
en la irrealidad de todo está lo más real. En la noche, los sueños, la
libertad, la vida. Hay que hacer de chistera. Ella abre la cesta que lleva en
su rodar y saca alegremente la capa y el sombrero y la capacidad de convertir
el tiempo en un conejo que llega hasta Caen, donde la actual Abadía de los
hombres, hasta Pekín; se recorre la vida y va de Pe a Pa hasta dar con el río de la idea y aniquilar distancias.
De pronto mira el Sena, lo ve como un
espejo y está detrás Irlanda y hay un bufón, lacayo y cantor del serrallo
presidencial francés y pedalea y Naxos aparece como un terrible juego de
abalorios y ahí revuela un loro que canta y que repite, tenazmente, el nombre
del amante que no precisa dar nombre a la beldad, a la verdad de ser
sencillamente bohemia y lacerantemente poeta.
He aquí una poeta, se escucha entre
el murmullo que asiste a los domingos de frío de París. He aquí una poeta, ya
se dijo con grandes titulares llegados de la France Press.
-Esta mujer, ahí donde la ves,
pedaleando con enaguas de crinolina por los viejos Boulevards, es poeta -dijo Madame Feraud, delante de unos textos de Sófocles y Homero-.
-Su poesía es fruto de una nebulosa
intelectual -aseveró Michel,
signándose tres veces ante un virgencita tallada exactamente para los
desesperados- y, como tal, espera, bebiéndose el Negroni en la Piazza del Popolo, a que llegue el
Apocalipsis.
Va anocheciendo, en París anochece
temprano, los bares se retiran casi a hora de clueca y el Sena ha de inventar
sus historias nocturnas para arrancar su soledad. Bajo la oscura estera del
vacío cruza un tren en la noche de otoño, porque en París los meses han
decidido juntos un trueque en sus horarios y arrastran suavemente las manos de
Perón que siguen conversando con las otras del Che.
De pronto, Luisa toma unos apuntes
que ha de tipear y se le mezclan siglos, iones, lenguas, palomas, guitarras y
roperos y la voz de Ezra Pound y el grito de Filippo y la Pampa ; y teclea a derecha y
baja y adelanta los puntos suspensivos, guión alto, un vacío. No es preciso
medir, el poema se escapa, se esta yendo a su aire y la gente pretende la
libertad, lo libre, un poquito de hielo y unas gotas de azul libertinaje y que
no suba más la gasolina. Y ella escribe, amparada, qué digo, buscando en el
amparo a los monjes del Císter, que viven como horas bajo el cielo nocturno,
como cluecas cantando debajo de las sayas de la Virgen , como nómadas
siempre de una historia a otra historia, en libros repetidos como los viejos
cánones de la Iglesia.
Y ahí, como sucede en el Quijote,
pero no con un burro sino con un animal de industria y pedaleo, se le pierde la
bici, se le aduerme la rueda de la sombra, se le desvía el metro y regresa paseando
hacia el Centro Pompidou. Deshace la
memoria, porque en recordar consiste saber lo que olvidamos, en olvidar se
aprende nuevamente un lenguaje; reconstruyendo, vamos levantando la mística
ciudad y dudando sabemos. Sabemos del ayer que nos muestra las cosas y decimos:
no es posible, no veo a Remedios la bella levitando, no creo que Borges no
encontrara a aquel crucificado al fin, no sé si la verdad tan sólo es relativa,
no caigo, ahora mismo no caigo, no entiendo de qué vientre nacieron tantos
hijos ni qué padre cubrió a aquellas criaturas del Edén ni qué serpiente
hablara -para luego callar en stand-back- ni qué hombres bajaran, qué hijos de
los dioses, de qué imperio, de qué lugar ajeno aún a la Nasa se mezclaron con qué, o
qué visión tuvimos, entre vinos de Italia y españoles, con el Mosel del Rhin y
el vinho verde, que nos hizo cainitas, poetas, soñadores, como a Luisa. Enormes
trasgresores, cultos, atiborrados, plenos de manzanas y en cueros, en cueros
siempre, desnudos siempre, enfebrecidos siempre, con esa hilaridad del que nos
cuenta algo y ese algo no tiene sino la violencia de existir, la precisión de
hacerse a nuestra imagen, de ser cierto.
Abro así, definitivamente, Sequana barrosa y penetro en el verbo de
la deidad, me acerco hasta su oráculo. Subo a la embarcación que hay bajo sus
pies y veo los escritos, no sé si un poemario, no sé si un codicilo, no sé si es
un grimorio, no sé si otra manera de entreabrir una lumínica cajita de Pandora y
me sumerjo en sus páginas. He viajado mucho, he conocido mucho, he leído en las
manos de Luisa las letras de los clásicos, he aprendido París, otro París
distinto al de la voz de Piaf, pero
la misma música; al de los violinistas, pero de igual madera. Me he sentado en
las calles en donde retozó la Maga de Cortázar, me
he inundado la sangre de todo lo que es sangre, de todo lo que es letra, de
todo lo que es filo cortante, de poesía.
Cuando leáis la obra, no la miréis
distinta por la táctica, no la nombréis distinta por el metro, no digáis qué
horizonte separa la poesía en prosa de la prosa poética; vivid aquí París,
bebed aquí París, fornicad en los versos de París. La noche, hasta en Pigalle, es un molino y gira, la vida es
un molino, la palabra se vuelca y se contiene, la poesía es diva y ha salido a
entonar en las manos de Luisa un cancán, a mostrarnos sus muslos, a zaherirnos.
Detrás de las vitrinas de los versos
están ellas, las musas más procaces, las putas más angélicas, las letras más hermosas
con pechos ateridos de amor. Entrad, el libro es joven. Comprad, la noche es
larga. Escuchad, disfrutad del verbo y de la carne. Abrid vuestras entrañas a
aquellas que se ofrecen. Esto es Pigalle,
señores y el que no participa no sabe qué es la noche y pierde la ilusión de
ver la vida.
No os detengáis, oíd, la libertad
empieza en su palabra, nada tiene valor si no se escandaliza a nadie. Hale hop, al salón, a escuchar la
dulcísima voz de la oráculo, la poesía está luciéndose más ataviada y más
desnuda que nunca esperando unos ojos carnales que la miren.