12 de junio de 2012

CLANDESTINIDAD. UN LIBRO DE GUSTAVO DESSAL




Las dictaduras son tan antiguas como la humanidad. Donde un individuo, una casta o un grupo usurpan el imperio de la ley y disponen de él a su antojo, irrumpe la tiranía y retrocede e incluso desaparece la libertad. Recordemos, en Grecia, el gobierno llamado de los Treinta Tiranos o los nombres tristemente célebres de Fidón, Hipias, Hiparco, Polícrates, los Dionisio de Sicilia, etc., etc. Todos ellos lograron el poder con malas artes, que van desde la simple demagogia hasta el golpe de estado. La fuerza, pues, sustituye al derecho y la arbitrariedad a la justicia. La tiranía, que es el peor régimen –en palabras de Aristóteles-, es el más alejado de una constitución.

         Tampoco Roma se libró de esta plaga. La figura del dictador era incluso legal en ciertas circunstancias, por un plazo que, por regla general, no excedía los dos años y por orden expresa del Senado. En la práctica, como cabe esperar de quien detenta un poder absoluto, muy pocos resistieron la tentación de atropellar la legalidad. Es el caso de Sila, que se hizo nombrar dictador vitalicio y cometió toda clase de crímenes y tropelías hasta que, finalmente, él mismo fue asesinado.  Octavio Augusto, fundador del Imperio, suprimió esta figura que, por razones obvias, no era ya necesaria.  En periodos de extremado autoritarismo adquiría especial relevancia un terrible lugar, la cárcel conocida como Tullianum, cuyo nombre causaba escalofrío: era un centro de detención, una siniestra cámara de torturas y un lugar de aislamiento, en cuyos infernales calabozos cualquier hombre podía morir de hambre, ejecutado mediante estrangulamiento o, simplemente, desaparecer. Existe la creencia, bastante extendida, de que el apóstol Pedro estuvo detenido entre estos muros, antes de su crucifixión. Los horrores de este lugar, descritos, entre otros, por Cicerón, evidencian que, por desgracia, no hay nada nuevo bajo el sol.

         Sin embargo, como quiera que la calma sucede a la tempestad y a las tinieblas la luz del día, también las dictaduras dejan tras su caída el fervor de la libertad y un ansia de justicia que prenden en la conciencia de los pueblos la firme resolución de que aquellas no se repitan jamás.

         El derecho y la cultura son las únicas armas con que cuentan los pueblos a la hora de exorcizar los fantasmas que amenazan su libre albedrío. No es de extrañar por ello que, recuperada la democracia, se intente mantener la memoria de lo ocurrido, pues se dice con razón que los pueblos que olvidan su historia están abocados a repetirla. Y cuando no se juzga a los culpables –que es un caso frecuente-, será la propia literatura la que asuma esta potestad e intente mantener  esa memoria amarga, aunque imprescindible, rehabilitando a los que perecieron y legando a las nuevas generaciones el testimonio vivo de su sufrimiento y el precio sufragado por el don de la libertad.

         La dictadura que asoló Argentina entre 1976 y 1983 fue, sin lugar a dudas, la más sangrienta de las padecidas por el país.  Los generales Videla, Viola, Galtieri y Nicolaides aplastaron los derechos humanos y, en lugar de los mismos, institucionalizaron el terrorismo de estado, convirtiendo a Argentina en un inmenso campo de concentración. La tortura, el asesinato, la desaparición de personas y el secuestro de niños recién nacidos fueron prácticas habituales en aquellos años sombríos. Como en la Alemania de Hitler, se saquearon bibliotecas y se quemaron libros, se estableció una férrea censura y el control ideológico de la población. La historia de este periodo constituye un auténtico museo de horrores, que hoy la literatura intenta mantener en la memoria del pueblo, a fin de evitarlos en lo sucesivo.

         Son muchos, pues, los autores que, a través de sus obras, reconstruyen la terrible odisea de los muertos. Encabeza la nómina un escritor tan conocido y reconocido universalmente como Ernesto Sábato, cuyo célebre informe se ha convertido en fuente indispensable para el conocimiento de aquel infierno. Pero hay muchos más y la lista sería interminable.

         Este es el marco referencial de la novela de Gustavo Dessal, que hoy presentamos. El autor de Clandestinidad, bonaerense de 1952 y residente en Madrid desde 1982, es un psicoanalista de estirpe freudiana, que cuenta en su haber con una extensa producción literaria, materializada en numerosos artículos, dos libros de relatos (Operación Afrodita y Mas líbranos del bien), otra novela (Principio de incertidumbre) y un ensayo (Las ciencias inhumanas).

         En Clandestinidad, el título se acoge a toda su extensión para brillar entre lo oscuro ante los ojos de cualquier lector. Con lenguaje ágil, sencillo, pero repleto de fuerza -pues no en vano el autor conoce perfectamente todos los claustros y aperturas del subconsciente humano-, va apareciendo ante nuestra mirada un retrato de las facetas y personajes más terribles de la dictadura argentina. Y no sólo nos convence de estar viviendo allí, bajo esa sarta de delirios y atrocidades, sino que nos muestra íntegramente -que no con toda su integridad- una clarísima muestra de la gente de uno de los bandos, por así decirlo, dibujando al máximo la no personalidad del que, a modo de comodín, va escaqueando su existencia. El autor, sin dar abiertamente alma a ninguno de sus personajes, define abiertamente su pensamiento, manifiesto desde el instante en que atribuye inteligencia, atractivo, juventud y todos los valores positivos a la única o a las únicas representantes de la oposición. En cambio, los torturadores, los esbirros del poder, la mano ejecutora de las terribles torturas que nos narra, son siempre individuos no sólo de mala calaña sino incluso monstruosos, torpes, zafios, pendencieros, lacras éstas que, por proximidad, se trasladan a sus propias familias, salpicándolas de fealdad.

         En este ámbito, sobresale la anodina personalidad del personaje principal, un ser frío, mermado, sin fuerza apenas; alguien que, sin carácter, se adhiere a lo primero que se le presenta. Él –así se le designa, deliberadamente- no oculta su temor hacia quien hubiera sido la protagonista femenina, de no ser que el propio no ser del muchacho la desviara de la historia, pues, incapaz de aprender de su inteligencia juvenil, la desplaza hasta casi el olvido en lo que podemos considerar la trama real, encerrándola en el terrible sótano de su memoria, desde la cual emerge sin embargo en muchas ocasiones. Un tercer personaje quedará esbozado lo suficiente como para comprender no sólo su presente sino para presentir hasta su futuro, esa hija que, pregunta tras pregunta, va conduciendo al protagonista hasta que, dejándose arrastrar por el delicado hilo de araña que aquella le teje, nos va descifrando su clandestina historia.

         Resulta altamente interesante el estudio profundo de clandestinidades que se abre como baraja ante nuestros ojos; la clandestinidad de la joven, que huye del amorío para dedicarse plenamente a la política, es infinitamente menor que la de aquel, que, sumido en el terrible oficio de servir a la dictadura, vive unas experiencias muchísimo más ocultas, las cuales, añadidas a las de su propia grisitud, convierten su existencia en una forma de clandestinidad totalmente subterránea e insalvable.

         Otro de los valores de la narración es el elemento sorpresa, que el autor baraja con total soltura al comenzar muchos de los capítulos describiéndonos o adentrándonos en el hacer o decir de alguno de los personajes, pero sin especificar de cual se trata, hasta que, pasados unos fragmentos, y por cualquier detalle pequeño pero concreto, adivinamos en qué lugar o con quién compartimos la secuencia.

         Mientras nos vamos adentrando por la trama, el realismo de las escenas nos crea una atmósfera de desazón. Sentimos esa hoja de cuchillo que, afilándose, va cercenándonos la creencia en el ser humano como entidad inteligente y suprema conductora en el reino de la animalidad. Cada vez más, párrafo a párrafo, el hombre se nos va desnudando hasta dejar totalmente al descubierto a la bestia que lleva dentro. Sin embargo, el relato se afina con pinceladas de delicadeza, hábilmente resueltas al introducir en los momentos más tensos, esbozos de paisajes o preguntas de esa joven que esgrime todavía su aura de pureza. Sin dejar de asistir al mundo de la calle o al de esos infiernos subterráneos donde la tortura es la única ley, navegamos por dentro de las diferentes personalidades, aprendiendo también qué clase de individuos son los capaces de llevar a cabo las últimas órdenes de cualquier dictadura. Es notable cómo queda totalmente perfilada la línea plana del electro moral del personaje principal, igual que no podríamos olvidar el perfil infrasimiesco de Galván –o El Loco-, uno de los esbirros. Hay momentos en la obra en los que tocamos fondo en cuanto a lo que sospechamos de un momento similar en la historia y, no bastándonos con ello, la palabra del autor nos induce, voluntaria o involuntariamente, a pensar que no sólo fue eso, sino que la delincuencia fue todavía más tosca, más sucio el realismo, más grave la impostura de una clandestinidad, casi satánica, contra otra clandestinidad idílica, como la de la muchacha capaz de soñar el renacimiento de un país o de una sociedad, frente al pretendido proceso de reorganización nacional esgrimido por los verdugos.


         Si tuviera que elegir un momento, dentro de esta fantasmagórica manera de habitar el subsuelo de la ley, me quedaría con el inmenso terror que produce al que contempla el hecho de considerar envoltorio a una madre gestante y especie de producto a manufacturar a la cría extraída de su propio interior para venderla posteriormente a cualquier familia fascista.

         Atravesar los muros del Hospital o cualquier otra cárcel al margen de la ley nos retrae al Tullianum romano. Y si allí había pozos donde, secretamente, se arrojaba a los detenidos para hacerlos morir de hambre a espaldas de la sociedad, en las celdas de estos presidios se gesta de igual modo el destino de los disidentes. Entrar en este mundo constituye un descenso a los infiernos. Todo es helado en él, como en aquella región de los hielos donde los condenados, según Dante Alighieri, sufrían la punzada de sus lágrimas al congelarse éstas. Solamente el dolor de las torturas –la paradoja es escalofriante- ponía una nota humana en medio de tanta bestialidad.

         Dessal psicoanaliza a los verdugos, lo que, trasladado a la arquitectura de la novela, significa que cumple con ambas disciplinas, la literatura de ficción –en este caso, ma non troppo- y la psicología. Configurarlos rigurosamente equivale a psicoanalizarlos y él lo hace del único modo posible, obligándolos a actuar y vaciándoles la conciencia y el inconsciente en cada conversación, en cada diálogo, en cada palabra, hasta quedar desnudos y poner en la mesa de operaciones –no es otra cosa el texto narrativo- el cadáver del hombre cuando ha abjurado de su condición.

         Esta técnica le permite además arrojarse sin salvavidas al océano del idioma y convertir en lengua literaria –si acaso ya no lo era- el habla popular, las jergas y el argot de los distintos grupos sociales en Argentina, componiendo un mosaico lingüístico que también contribuye a la forja de cada personaje.

         Cabe aún preguntarse cuál de ellos es realmente el principal. ¿El Pibe? ¿La muchacha? ¿Galván? Y, luego de pensarlo, concluyo que son todos o ninguno. Todos, tal vez; las víctimas y los propios verdugos: en una dictadura, todos son perdedores.






4 de junio de 2012

NOCTURNO PARISINO (Sobre un libro de Luisa Futoransky)



          Abro Sequana Barrosa y la veo cruzar. Su bicicleta tiene alas, porta alas de mimbre, de juncos de ribera, de sediciosa seda de Estambul. Es ella, me digo pronta. La conocí en palabras, nos cruzamos apenas unos correos, virtuales, vaya a saber, la única virtud le queda solamente a la palabra.

          Viene bajando el río, zigzagueando el mapa de las eras, las costumbres atávicas del hombre, exprimiendo lugares y tiempos y lugares, tréboles de ayer y de hoy saltando entre sus manos de Eva tránsfuga de un Edén imposible. Ella lleva en los dedos las cuatro hojas de ese milagro a punto de extinguir, ya lo han dicho botánicos, junto al luronium natans, son especies que pueden fallecer, como mueren los versos lejos de las caricias de unas manos capaces.

          Se acerca en bicicleta, tiene heridas París de sus ruedas inmóviles, tiene arrugas París, porque Luisa pliega sus calles y sus tiendas, sólo para mostrarnos que existen otras torres de suburbio, que el vino sube a mesas a cantarle al oído, que la verdad no existe y podemos hacer con ella unos Elíseos, una tumba a la guerra o lo que venga en gana.

          Llega sonriente, perforando ese frío de ciudad que se viste de campo los días más festivos. Se detiene y contempla los viejos tenderetes de aquellos bouquinistes a la orilla del agua. Coge de allí unos libros, los desnuda, los mezcla, los teclea a jirones y, dándoles el aire de su voz, convierte sus mil textos en poemas.

          Hay que cocer poemas, hay que hacer que el poema sea hijo de la verdad e hijo de la farsa, del cine, hijo también del arte, de la piedra, del mármol, de aquellos monumentos de ciudades lejanas por donde ya pasó Futoransky, tomando fotografías, datos, cifras de muertos, aquelarres. Hay que hacer que el poema sea poema y a la vez no lo sea, porque en la irrealidad de todo está lo más real. En la noche, los sueños, la libertad, la vida. Hay que hacer de chistera. Ella abre la cesta que lleva en su rodar y saca alegremente la capa y el sombrero y la capacidad de convertir el tiempo en un conejo que llega hasta Caen, donde la actual Abadía de los hombres, hasta Pekín; se recorre la vida y va de Pe a Pa hasta dar con el río de la idea y aniquilar distancias.  

          De pronto mira el Sena, lo ve como un espejo y está detrás Irlanda y hay un bufón, lacayo y cantor del serrallo presidencial francés y pedalea y Naxos aparece como un terrible juego de abalorios y ahí revuela un loro que canta y que repite, tenazmente, el nombre del amante que no precisa dar nombre a la beldad, a la verdad de ser sencillamente bohemia y lacerantemente poeta.

          He aquí una poeta, se escucha entre el murmullo que asiste a los domingos de frío de París. He aquí una poeta, ya se dijo con grandes titulares llegados de la France Press.

          -Esta mujer, ahí donde la ves, pedaleando con enaguas de crinolina por los viejos Boulevards, es poeta -dijo Madame Feraud, delante de unos textos de Sófocles y Homero-.

          -Su poesía es fruto de una nebulosa intelectual -aseveró Michel, signándose tres veces ante un virgencita tallada exactamente para los desesperados- y, como tal, espera, bebiéndose el Negroni en la Piazza del Popolo, a que llegue el Apocalipsis.



          Va anocheciendo, en París anochece temprano, los bares se retiran casi a hora de clueca y el Sena ha de inventar sus historias nocturnas para arrancar su soledad. Bajo la oscura estera del vacío cruza un tren en la noche de otoño, porque en París los meses han decidido juntos un trueque en sus horarios y arrastran suavemente las manos de Perón que siguen conversando con las otras del Che.

          De pronto, Luisa toma unos apuntes que ha de tipear y se le mezclan siglos, iones, lenguas, palomas, guitarras y roperos y la voz de Ezra Pound y el grito de Filippo y la Pampa; y teclea a derecha y baja y adelanta los puntos suspensivos, guión alto, un vacío. No es preciso medir, el poema se escapa, se esta yendo a su aire y la gente pretende la libertad, lo libre, un poquito de hielo y unas gotas de azul libertinaje y que no suba más la gasolina. Y ella escribe, amparada, qué digo, buscando en el amparo a los monjes del Císter, que viven como horas bajo el cielo nocturno, como cluecas cantando debajo de las sayas de la Virgen, como nómadas siempre de una historia a otra historia, en libros repetidos como los viejos cánones de la Iglesia.

          Y ahí, como sucede en el Quijote, pero no con un burro sino con un animal de industria y pedaleo, se le pierde la bici, se le aduerme la rueda de la sombra, se le desvía el metro y regresa paseando hacia el Centro Pompidou. Deshace la memoria, porque en recordar consiste saber lo que olvidamos, en olvidar se aprende nuevamente un lenguaje; reconstruyendo, vamos levantando la mística ciudad y dudando sabemos. Sabemos del ayer que nos muestra las cosas y decimos: no es posible, no veo a Remedios la bella levitando, no creo que Borges no encontrara a aquel crucificado al fin, no sé si la verdad tan sólo es relativa, no caigo, ahora mismo no caigo, no entiendo de qué vientre nacieron tantos hijos ni qué padre cubrió a aquellas criaturas del Edén ni qué serpiente hablara -para luego callar en stand-back- ni qué hombres bajaran, qué hijos de los dioses, de qué imperio, de qué lugar ajeno aún a la Nasa se mezclaron con qué, o qué visión tuvimos, entre vinos de Italia y españoles, con el Mosel del Rhin y el vinho verde, que nos hizo cainitas, poetas, soñadores, como a Luisa. Enormes trasgresores, cultos, atiborrados, plenos de manzanas y en cueros, en cueros siempre, desnudos siempre, enfebrecidos siempre, con esa hilaridad del que nos cuenta algo y ese algo no tiene sino la violencia de existir, la precisión de hacerse a nuestra imagen, de ser cierto.

          Abro así, definitivamente, Sequana barrosa y penetro en el verbo de la deidad, me acerco hasta su oráculo. Subo a la embarcación que hay bajo sus pies y veo los escritos, no sé si un poemario, no sé si un codicilo, no sé si es un grimorio, no sé si otra manera de entreabrir una lumínica cajita de Pandora y me sumerjo en sus páginas. He viajado mucho, he conocido mucho, he leído en las manos de Luisa las letras de los clásicos, he aprendido París, otro París distinto al de la voz de Piaf, pero la misma música; al de los violinistas, pero de igual madera. Me he sentado en las calles en donde retozó la Maga de Cortázar, me he inundado la sangre de todo lo que es sangre, de todo lo que es letra, de todo lo que es filo cortante, de poesía.

          Cuando leáis la obra, no la miréis distinta por la táctica, no la nombréis distinta por el metro, no digáis qué horizonte separa la poesía en prosa de la prosa poética; vivid aquí París, bebed aquí París, fornicad en los versos de París. La noche, hasta en Pigalle, es un molino y gira, la vida es un molino, la palabra se vuelca y se contiene, la poesía es diva y ha salido a entonar en las manos de Luisa un cancán, a mostrarnos sus muslos, a zaherirnos.

          Detrás de las vitrinas de los versos están ellas, las musas más procaces, las putas más angélicas, las letras más hermosas con pechos ateridos de amor. Entrad, el libro es joven. Comprad, la noche es larga. Escuchad, disfrutad del verbo y de la carne. Abrid vuestras entrañas a aquellas que se ofrecen. Esto es Pigalle, señores y el que no participa no sabe qué es la noche y pierde la ilusión de ver la vida.

          No os detengáis, oíd, la libertad empieza en su palabra, nada tiene valor si no se escandaliza a nadie. Hale hop, al salón, a escuchar la dulcísima voz de la oráculo, la poesía está luciéndose más ataviada y más desnuda que nunca esperando unos ojos carnales que la miren.