21 de julio de 2011

COMO UNA INMENSA CUEVA


Realmente en la tierra existe un dios, algo que es lo único global, el dueño totalitario del planeta, eso a lo que todos tienden y por lo que tantos darían no su vida sino la de otros –podemos conjugar la frase en cualquier tiempo verbal-. El dinero, el capital, la riqueza o como lo queramos llamar es ese dios materialmente omnipot y omnipres “ente” al fin y al cabo.
Y no se salva nadie de caer ante sus oscuros oráculos. Señores, hasta los que dicen servir, representar, ser casi casi la voz de Dios, custodian sus poderes. Qué decir ante los inmensos tesoros de la santísima y discutidísima iglesia. Qué pensar ante el montoncillo de euros preciso para traer al país al Sumo. Pero… ¡por la naturaleza, por los que pasan hambre, por los niños que mueren a diario sin pan, sin agua, sin…! ¿Es que ese hombre no se da cuenta? ¿Es que puede creer en lo que dice, dejando que suceda lo que sucede?
Yo no creo en su dios efecto, no creo en su persona, no creo en lo que dice creer del modo en que parece creerlo. Su Dios causa era todo un signo de pobreza, el signo. ¿En qué inmensa cueva habitamos? Ni la sombra que vislumbrara Platón se adivina desde esta caverna. Me viene a la memoria una pequeña historia que narraba mi madre hace años y cuya conclusión era qué pensaría Jesús, si volviera a la tierra de momento, y viera en qué brutal negocio se ha convertido lo que humildemente comenzara a lomos de una burra… Todo lo que fue sencillez, desnudez de atavíos, fraternidad, sanación, convertido en ellos sabrán qué.
No me lo puedo creer, exclamamos tantas veces ante cualquier noticia. No puedo acostumbrarme, mi lógica no concibe, mis ojos se escandalizan, cuando observo lo que no observa nada de lo que debiera ser representado. Casi estoy bajando todavía del tren que me llevó a Madrid, en donde pude comprobar una vez más que el arte ya no es el arte sino otro modo de recolectar al dios, de percibir al dios global dentro de los bolsillos, de santificar nuestro delirio a base de sus santísimos billetes y sus venerables monedas. Quise entrar en un museo a ver la exposición de un interesante pintor, bueno pues el pase que quedaba era a las diez de la noche, cuarto de hora de asueto entre los lienzos y fuera, que el pedazo de la divinidad pagada no daba para más. Que lo vean sus muertos, si es que comulgan con esa osadía que envuelve hasta lo sacro actualmente. No adoro al dinero ni entrego en su loor estampas ni medallitas con el signo del euro en su faz y en su envés. Si el arte que encierran los museos, las catedrales, cualquier enclave, solamente es signo de enriquecimiento para aquellos que reciben sus prebendas, allá ellos. Todavía existen las montañas, los árboles, los ríos, los paisajes, son obras del pintor naturaleza, que no cobra en euros la armonía.
No he querido decir que no ame cualquier manifestación de la belleza, se halle donde se halle; que no llore el sucio mercantilismo en que ha caído todo; que no me llene los ojos de preguntas el hecho de observar un tesoro catedralicio y luego que, en el telediario, vuelvan a la pantalla esos críos pequeños deshidratados, muertos, sin derecho a vivir. ¿Qué sucede en la mente de los más poderosos, bien sean del estado o las iglesias?… He hecho una pregunta.