19 de junio de 2011

LA CORTE DE LOS MILAGROS

Me suelo preguntar qué sucede cuando en algún concurso, en alguna fundación, en cualquier rincón del planeta, en todas partes, vemos la injusticia literaria en pie, como si fuera acaso una mujer airada de esas de películas de otros mundos. Con su terrible capa negra, ella lleva ya escritos los nombres de unos cuantos, los seudónimos de una sarta de mediocres que sirven para esto o para aquello, llegando a ser reyezuelos perennes de Taifas.
Así pues, vemos revistas, por ejemplo, capitaneadas siempre por los mismos engendros literarios, fíjense en el apellido, he dicho claramente literarios, de sus vidas comunes nada digo. Personajes que quizás aprendieron a hacer la o con un canuto dentro de la literatura. Y así sucede y una se cuestiona si nadie más en toda una provincia o saliendo de ella, si hace falta, alcanza los centiles necesarios como para cambiar al menos la fatídica lista que nos huele a dedo mal metido.
También sucede eso en los concursos y, con la hiel abierta, notamos que existen superbodrios con más poder aún que los más iniciados poetas de la historia. ¿Se han preguntado, acaso, qué pasaría si volviera hoy en día Federico o regresara Alejandra Pizarnik u Olga Orozco mandara sus papeles a cualquier concursete de España? Pues miren mi apuesta, seguramente ese que avisa o practica el consabido toma y daca o los compra, ganaría por encima de ellos. Y ahí viene el puñal a derramar preguntas y preguntas. ¿Es que no vale la calidad? ¿Es que no se sabe ya qué es literatura? ¿Es que la mierda nos llega hasta el cuello y habremos de manifestarnos como irritados de la palabra –por aquello de no plagiar la indignación o hacerla todavía más grande-? ¿Es que no se jubilan los jurados? ¿Que no alcanzan mayoría de edad mental suficiente como para bajar ya del escenario algunos? Así, así, llenaríamos páginas y páginas, sin remedio, sin remedo, porque la cobardía es mucha en pro de mantener las boquitas abiertas por si, en un presente próximo o en un futuro igual, cae la rosca dentro de alguna de ellas o puede hacerse incluso de donut –ustedes ya me entienden-.
Ah, cuán eterna se nos hace la frase Escribir en España es llorar, la sentencia. Cuán perdurable el robo, el instinto lazarillesco de unos trovadores que pretenden la gloria, el celestineo de tantos camellos de tóxicos literarios, la terrible Iliada de la mentira, la expandida Odisea de unos textos banales. Y esta memoria en chufla de la historia jamás se convierte en sujeto de opinión generalizada, no es tema de debate serio, porque las cosas del único dios global, llámese euro o dólar –hasta que este pase de nuevo al primer puesto-, no deben discutirse. Ante el dinero todo lo sucio se convierte en limpio y la mentira histórica va engordando sus filas y sus claustros.