6 de junio de 2011

HACER LA REVOLUCIÓN DESDE UN PISO DE CINCO ESTRELLAS



Quizás se asome al balcón y sin despeinarse apenas sienta en su rostro el viento de una revolución que en nada la afecta. Ella se coloca el vaquero, se lanza a la calle y, una vez en la plaza, levanta sus dos manos, en señal de aplauso, cada vez que el joven indignado lanza una consigna. Madeleine o Luisa de la Concepción, la señora de, pija nueva o nueva rica, como quieran llamarla, desespera su voz y grita, clama, corea. Sí, necesitamos un cambio a nivel mundial, no se puede consentir, no no es justo lo que sucede, yo ya lo dije, es una brutalidad que se os llame esto y lo otro y lo de más allá, maldito el que lo dijo. Bendito antes de ayer, cuando correspondía ser más ciudadana que nadie de Viñaduana de Abajo y palmear al compás del soniquete o contemplar con mantilla el folclore… Cuánta chaqueta al viento. Sabrá ella qué es ninguna de las necesidades que tienen los chavales, habrá pasado hambre alguna vez, aunque fuera el hecho de deglutir un chicharrón de menos o un palmito menos con queso de ese importado de las francias seculares. Pero sigue gritando y el rostro se le frunce y mira al de al lado y éste asiente, sí, la revolución es esto, esto es la paz, esto es el futuro y hemos de confraternizarnos, como cuando desde la mejor tribuna del football gritamos todos gol a una. Y se sienta en el suelo, cuidando que su Caroche, modelo que le cuesta casi como una chaqueta de visón, no se estropee demasiado, que una cosa es ser revolucionaria y otra tener que llevar de nuevo el modelito al tinte con lo que cuesta un vuelo a Miami y otro a Portugal y no se puede dejar de volar, que luego una cuenta cómo le va en cada sitio y el que no lo haya visto se trague la narración.  Y sacará el pañuelo, digo yo si lo sacará, para llorar si hace falta por los compañeros que apalearon en una plaza céntrica de otra ciudad, pero en su pañuelo, tal vez, bordadas se vislumbren sus iniciales. No puede ser de otro modo, así se ve en las películas en las que la chica sube en su coche rojo y, dispuesta a viajar, se despide del chico, asomando un pañuelo por la ventanilla.
Y eso es la revolución para algunos, el giro que ha de dar la historia, el pistoletazo inicial para una carrera que llegará hasta la paz y ella, sabedora de esto y de lo otro, se lo irá contando a todo el que se cruce por la calle, porque, al parecer, nadie comprende qué es eso de manifestarse en las plazas ni para qué o para qué no sirve e irá desgranando, una a una, todas las cláusulas de aquél grito, de aquella reclamación, hasta llegar a casa. Ya, en la acera, antes de entrar a la escalinata purpúrea que da justo debajo de su balcón airoso, sacudirá el polvo que se le quedó en el trasero, al sentarse en el suelo, no vaya a ser que Doña Rufifi la vecina del quinto, se dé cuenta de que va sucia. Arreglará las mechas que el viento desplazó y se mirará al espejito mágico que lleva en el bolso Armani, antes de bajar del ascensor. No es en el rellano sitio para reivindicaciones, eso era allá, delante del tiovivo, entre las jaimas y las mesas de los helados. Aquí no, cómo iba a ser lo mismo. En el edificio Flor de Lis 4 no, ahí no hay cambio posible ni se demanda nada, cada uno disfruta de los doscientos cincuenta metros lisos de apartamento que le corresponden, piscina, solarium, antena parabólica y bañera con hidromasaje. La semana que viene, quizás, si los indignados no cesan en su juvenil indignación, se dice, bajaré un ratito más. Me siento rejuvenecida, me hace más papel que llegarme a los baños árabes o que me hagan el masaje de cuero cabelludo o de espalda en Garden´s & Flower´s.