28 de mayo de 2011

AMPLITUD DE MIRAS. ESCALA CENTÍGRADA


La misma amplitud que se contempla en los termómetros del mobiliario urbano, quisiera yo en la coherencia de algunos habitantes. No hace mucho, yendo hacia los juzgados, un termómetro acusaba 65 grados y era invierno. Hará menos de una semana, casi verano ardiente, otro de ellos rezaba menos 30. Por dios, y no nos hemos muerto. Claro que, cómo íbamos a morirnos si soportamos palos, heridas, latrocinios, faltas de fe e incluso diagnósticos precarios y medicina al límite de no serlo.
Por cierto, paseando por un arroyo lleno de vecindad a gritos, de procesión a gritos, de suciedad a palmos, vi salir de un palacio un magnífico automóvil, santo vehículo guiado por la fe, azul cielo nocturno -creo recordar-, relleno de pasta de obispo o cubierto por la misma, de no ser que fuera regalo de flan Trul o algo por el estilo – a mí nunca me tocó un boleto-. Quedéme, como diría Juan de la Cruz, boquiabierta, meditando el ejemplo, comparando la imagen y el espejo, descifrando la fe, por ver si ahí, desnuda, me respondía algo. La ciudad ardía, la tarde estaba plenamente soleada, el portón del palacio se abrió regiamente para dejar volar la santidad. Luego, igual que había abierto sus puertas a la luz, las cerró. Yo pasé, hacia una casa viejecita, indefensa, Dios sabe a qué lugar se conducía la palabra de un dios mecánico, automovilizado, quizás con un airbag entre sus alas. El mío, bajaba descalzo, semidesnudo, platicando con Francisco sobre la gran bondad de cada lobo, mirando hacia los floridos parterres de la plazoleta, sonriente. Francisco se giró a contemplar a un gato que cruzaba de acera a acera, le hizo un guiño y el animal frenó, evitando así ser arrollado por la motocicleta que, detrás del cochazo, cruzaba la torridez de unas horas no puntas. Jesús siguió hablándole de la fuerte estructura de los tigres, del modo en que sus ojos captaban las imágenes. No parecían ver sino lo que era vida. Yo me crucé con ellos, intenté no mirar, dejar que continuaran su camino, no adherirme del todo a su bondad, no ver la terrible razón de sus figuras. No son tiempos propicios para tanto ideal, no puedo acostumbrarme a lo que fue al principio un paraíso, no debo regresar hasta la infancia, en la que me enseñaron a ver, me educaron a mantener el máximo respeto, me hicieron creer. No. La utopía es un arma que se clava en el mismísimo corazón del que la sueña. El tiempo está revuelto y los hombres manejan otros carros, otras porras, otras leyes, en los que suele invertirse nuestra infancia y seguir al que cruza con un sueño de luz en cada ojo es caer, sin defensa, ante lo armado y todo  lo que halla en sí mismo un terrible error donde justificarse.
El coche iba ya lejos, el felino en la acera se sentó y se puso a lamerse las dos patas, Francisco y Jesús se esfumaron… qué hacer después de Hiroshima, preguntó una vez más una voz de mujer, desde lo alto de una invisible mezquita, o qué hacer –continuó, como en éxtasis, apartándose el burka y desnudando sus manos hacia el cielo-, aún después de Beirut, Palestina o una plaza cualquiera de ciudad…