1 de mayo de 2011

DORMITORIO EN EL cortex

No vayan a creer que olvidé la mayúscula y referenciaba el nombre de un hotel. Soñamos, todos soñamos algún día el paraíso imposible, algún mundo en el que el orden de valores fuera el preciso. Soñamos muchas cosas, desde aquellas historias que aprendimos de pequeños, el cuentecito de los reyes magos, por ejemplo. Qué vamos a decir que no sepamos todos, la vida no es exactamente eso, ya lo dijo Gil de Biedma: Que la vida iba en serio, uno lo empieza a comprender más tarde… y tras la comprensión, quizás desde siempre, nos quedamos sin sueño. Y ahí, en ese estado prolongado de vigilia social, humana, idílica y como quieran catalogarla, es donde entra el que se duerman temporalmente algunas de nuestras neuronas. Ahí es donde no nos olvidamos solamente del lugar en donde dejamos por última vez la cartera, nos olvidamos, o pretendemos hacerlo, de todo aquello que da asco.
Yo tengo un dormitorio, preparado en mi cortex, en ese manto amable que me permite el sueño parcial y redentor de tantísima miseria como acude a la vista, al tacto, al olfato e incluso a la palabra. Siempre creí que este último territorio de los verbos era inmune a la desfachatez del mundo y ahora, sumergida de pleno en sus historias, me depara viaje tras viaje hasta aquel habitáculo de mi ciudad de sueños. Porque ya no se puede soñar dormida ni despierta, ya no se puede descansar en la utopía, ya no se puede creer que una mañana, al despertar –porque ya no hay vigilia posible para ningún día soñado- encontraremos un mundo diferente y hasta la idea de Dios realizándose, como en la más no aleccionada infancia. La corriente de Heráclito no admite pasaje por dos veces y nadie regresaremos nunca a la pureza.
Tanta norma, tanta sigla, tantísimo invento que, siglos más tarde, desmentirán los siglos, no sirve sino para descatalogar la primera verdad, la primera semilla que, dentro del aparente desconocimiento de causa y origen, nos cuenta la más favorable realidad: deja que la vida le transmita a la vida.
Y ahí, en mi pequeño camastro de interior, deposito parte de las horas, los minutos, los alegres segundos, esas cosas que ni me van ni me vienen. Decir esto es lo mismo que adaptarme a una de las frases más ciertas que se dijeron y hoy mismo se pueden pronunciar: Mi reino no es de este mundo.
Piedra de escándalo será que, sabiendo de quién es cada una de las frases -la anterior o esta, pues ambas definen mi estado de ánimo, con respecto al embrollo general que tenemos en uso-, me avenga a concluir que los extremos, ciertas veces nos sirven para denominar lo mismo. Dios y diablo, como la propia dualidad de todo, para distinguir con suma transparencia mi postura hacia esta pantalla aparente de la realidad actual y sus mediocres postulados: Non serviam.