3 de abril de 2011

POR EJEMPLO

Hay gente que debiera salirse de la pauta. Personas que no debieran faltar nunca ni envejecer ni perder un solo ápice de sus facultades. Son aquellos, imagino que habrán adivinado, insustituibles, grandes, mágicos, inigualables. Vivimos en esta especie de terrarium, soñando con el paraíso y con los dioses, unos, otros, mirando hacia el vacío en espera del regreso de los que nos abandonaron. El caso es que, sea lo que sea, fuera lo que fuera o estuviera donde estuviese el origen, somos corredores de fondo en el estrecho corredor de la muerte. Y aún así reímos, aún así nos autoengañamos o, por qué no, disfrutamos del aire que nos queda en los pulmones y del que nos envuelve enteros. Y por qué no, la vida ya la tenemos perdida, ahora de lo que se trata es de no perder en ella la ilusión, con ella la esperanza y tras ella todo lo que nos hemos ido imaginando. Y, digo yo, mientras escucho a Leonard Cohen, por ejemplo, que la voz puede quedarse grabada en cualquier invento de estos que día a día van aumentando, pero dónde se queda la magia del que llenó de voz nuestros oídos. Ya no es cosa de preguntarnos qué es poesía o a dónde va el aire, qué será de nosotros, qué será de tantísimos seres que han hecho de nuestras vidas casi una película. Dónde irán a parar sus iluminadas mentes, sus gargantas, sus letras, sus delirios.    
Guardo un puñado de esos seres, son nombres que no oso escribir, no quiero delimitar con las delgadas líneas de unas sílabas, los guardo en la ciudad que elevo en mi propio interior, porque no existe fuera. Una ciudad azul tan llena de balcones que la luz forma figuras geométricas para pasar por ellos y trenzar los deseos que solamente allí me son alcanzables. Es mi ciudad, mi Ítaca, el lugar del después que se construye aquí y ahora, mi paraíso, el mundo que no cabe en la historia porque su sola historia, diminuta, invisible, no podría abarcarse. En esas calles he pasado feliz casi una existencia, en esas calles mudas me arranqué la miseria de los años, dejando traslucir en mí tan sólo lo aprendido. Todo lo que era duelo no atravesó las puertas de esa nada, de ese todo que siempre me ofrecía su gozo. Ahí es donde yo acomodo el tesoro que me habita, la única moneda que le daré al perro de la noche, para que me la cruce, me la lleve conmigo, me la salve. Ahí es donde yo me refugio cada vez que una dama terrible, con su traje de pompa y desvarío, me habla de la infinita soledad del que no tiene una ilusión que le arroje lejos de la inmundicia creada cuando se elije tan sólo el apagado camino de la necedad en que mecemos nuestros cortos días.    
Si vamos a morir, por qué quemar en farsas lo que nos quede. Dentro de la crisálida no volverá la mar a lanzarnos al pecho ese grito vital de algas y salitres.