12 de abril de 2011

¿POESÍA O PROFECÍA?


Entre los años 1929 y 1930, Federico escribió el poema titulado La aurora, que vio la luz en su magnífico libro Poeta en Nueva York. Versos que nos dejan pensando, pues se les adivina de lejos el terrible anillo que los enlaza al ámbito de la profecía. Qué sintió, qué mano movió la suya o qué imagen vino a adelantarse y quedar levitando en su entrecejo para dejar plasmado lo que sucedería muchos años después. Cuatro columnas. Perfectamente podemos encuadrar entre ellas dos torres, torres de mercantilismo, torres de materia, torres donde se alberga el mayor negociado del mundo, en las cuales el petróleo es asunto importante, junto a todo lo oscuro que domina al planeta. En la primera estrofa de cuatro versos el autor nos sitúa en un marco preciso: edificación vertical, doble y paralela, y negocio. ¿Qué le hace ver la aurora? Imaginemos un avión rompiéndose, convirtiéndose en llama, ante los ojos atónitos de los que ocuparan entonces el edificio. Sólo una final, una naciente aurora, luz que no es de amanecer, sino de sucesivas tragedias, pero brilla.
El pánico se asienta en la segunda estrofa y la gente huye por las escaleras, buscando un mínimo mañana, algo que florezca sin fin para ellos, mas todo es angustia y gemido.
Y, en ese punto, se corta nuevamente el poema, como se corta el instante del suceso, desde que aparece aquello hasta que aquello mismo causa la mortandad. Ningún muerto ve su muerte, nadie recibe el fin con sus sentidos y para nadie hay esperanza ni futuro –seguro pensamiento de los que intentan salvarse y creen que no alcanzarán esa suerte-. Y los niños… las guarderías que se hacen necesarias porque la vida económica sigue adelante. A veces, dice el verso -precisamente esa vez-, el interés monetario, la terrible avaricia de los poderosos, engendra estas tragedias y devora hasta la mínima pureza. Mueren ante la sensación del poeta los pequeños. Qué drama más certero y anunciado solamente a quien comprende, respeta, vive por y en la palabra.
Nuevo silencio y ya el pensamiento generalizado de aquellos que logran escapar y saben, adivinan que ya nada será lo mismo para ellos, que ese traumático momento no les dejará ya de por vida; van al cieno existente, seguirán inundándose en este cataclismo que tenemos montado de números y leyes, de todas las guerras que nos vienen creciendo desde entonces. El poeta, al especificar comprenden con sus huesos diferencia a los que irán al cieno ya sin vida, sin huesos, y los que seguirán en este cieno de barbaridad que domina la historia. Sabe Federico, o lo sabe su verbo, que no todos morirán allí.
Y llega el colofón, el que asiste a cualquier civilización, porque el hombre no aprende; llega el momento en que la vida, esa otra luz que también existía, es sepultada en medio del estruendo porque, sencillamente, es mayor la ciencia que la conciencia -una realidad impúdica-. Y toda Nueva York deja de dormir y deja de soñar y contempla ese lago de dolor que parece haberle inundado la existencia.
Así lo dejó escrito Federico y a él también el espíritu vacuo de los hombres lo dejó sin vida. También a él lo sepultó el poder. Poderes no los hay de una sola clase. No sólo existe el de ese dios global, que se asienta en esbirros como el petróleo. También la política mal empleada, el fanatismo de cualquier tipo, la homofobia… lanzan sus viles garras hacia el rostro perdido de los hombres.

Nota-. Para evitarnos problemas con los derechos de autor y todos los rizos que le siguen, pongo un enlace donde se puede leer el poema comentado. Cópienlo en la barra de su buscador y disfruten de la palabra de uno de nuestros mayores poetas:
http://www.poesia-inter.net/fglpny16.htm