2 de abril de 2011

ESBOZO PITAGÓRICO PARA FIN DE SEMANA

Cuando la tierra o el hombre, empiezan su andadura a través del origen, del uno primigenio -el que no pudo, deidad o cataclismo, derivar de la nada- el número, se acrecienta, se multiplica y se divide, se subdivide, mengua. Comienza así la infinita partición de las cosas, la evolución desde el genoma eukariota –una serie total de genes que se conforma como estructura celular con núcleo y que es posible que no cuente ni en el metabolismo de la célula ni en el proceso de su desarrollo, pero existe y se altera. Todavía nos preguntamos si cuentan en la evolución.- Y ésta va acompañada de cambios cuantitativos masivos, o sea, números, cantidades multiplicándose, moviéndose, formando conjuntos y conjuntos, reorganizándose, quizás, en el genoma, de modo que los genes de un circuito regulador puedan transferirse a otro. Así, este cambio numérico en las células, al dar combinaciones distintas, va logrando fenotipos distintos y, con ello, seres de morfología diferente. El número y su orden, distinguen al perro del hombre y a este de la ballena o de los árboles; claro que siempre hay que decir quizás, porque, del mismo modo que el origen no viene del no origen, tampoco la verdad es absoluta.
Y luego vino el dos, el después de ese uno absoluto que se pudo nombrar y ahora no sabemos a qué sustancia o a qué sonido corresponde. Y sea el dos la piedra, el agua, la luz, el aire o el fuego, se movió la estructura y con ella el sonido comenzó su otra cuenta. El sonido es un número; con números, Pitágoras, consiguió las octavas y las octavas altas de la música. Todo sonido es una clave numérica, los astros encierran en su girar combinaciones de espacios y de música; los trenes, al moverse en las vías, repiten sus cadencias y alteran sus estrofas de números y números hasta llegar, al fin, a la estación de término y entrelazarse con palabras y signos de los viajeros que están en el andén: todo es número. El mar, las tempestades, la erupción del volcán, la caída de un vaso, todo lleva un sonido y el sonido es número, una combinación de números cruzando infinitas partículas de cosas, partiéndose en más números al chocar con la vida, al ser la vida.
Y pasamos al tres, que es un número mágico, un número creacional, distinto al dos que sólo pudo venir del deseo del uno. El tres ya tiene en cuenta dos entidades que son unas en su combinación para formarle. Y con él sigue desenvolviéndose el número, sus múltiples secretos, sus leyes infernales de misterios y sombras. Para lograr el tres, han entrado en lucha la conciencia del uno y la del dos, la estructura del uno y la del dos, el baile monoteísta de ambos números –cada uno es un dios para sí mismo-; e igual que la eukariota engendrara la luz, el aire, el cielo, la maldad primigenia, la observada bondad –ya que no se veía antes de ser lo malo y poder comparar-, el dos engendra al tres, lo múltiple, el poder de la tríada ya compuesta. Ahí ya somos vida, somos humanidad ya dispersándose, somos deuda numérica buscando el cuatro de la tierra, el cuatro que sujeta este planeta, el de la cruz y el de los cuatro ríos que van a dar al mar de la vida y la muerte.
Todo en la vida es número y el número es armónico, es palabra, es cincel, es línea indivisoria, es cuerda o sujeción, es amor, porque él mismo es la unidad que crea y procrea la serie de sí misma, es el alpha y omega y el camino que se hace en la libre trasformación del todo hacia ese todo, expansión y regreso, luz y sombra que retorna a la luz, círculo mágico. La poesía es canto, es número en sus versos, ola leve de música, trinar, en la mesura, verbo y estrofa y gesto. El número es la clave de la perduración, la fuerza y el enigma de toda geometría; la eternidad se manifiesta en el número pi. En la naturaleza hay distintos misterios que yacen ya resueltos; por la oruga sabemos de la resurrección de la mariposa y con el número pi entramos en el concepto de lo inacabable.