28 de marzo de 2011

EL VERDADERO POETA NO SIRVE


Hablar de poesía es hablar de libertad, de no tener precio alguno en el mercado de los intereses paganos, de no admitir más dueño que la palabra. Así, solamente podremos hablar de personas fieles a la construcción de belleza e infieles, quizás, a lo establecido.  
Haciendo este armónico recorrido, me viene a la cabeza Alejandra Pizarnik. Hermosa como ninguna, su palabra, libérrima, en determinados casos punzante -casi en todos-. Una mujer que sufre y es capaz de incendiar su dolor debajo de imágenes, como de carboncillo, a veces. Casitas con solecitos y rayitos se mezclan con terribles metáforas plenas de oscura armonía. Todo su ser se va expandiendo al compás de sus palabras. Me atrevería a decir que, tal una de ellas, llegado al final del cuaderno, se borra.  
Pero no todo sucede igual, también y asociándola, existe La tierra santa. No vayan a creer que, de súbito, me bajé hasta esos lugares tan energéticos ayer y hoy continua fuente de consumo, no, me acerqué a su tierra santa, a su santísimo manicomio literario –en el real, ella ya no existe, es un ayer borrado, una paciente que logró completar el éxodo, alguien a quien no podrán atemorizar ya más-. Qué hermoso es y qué bellamente amargo, penetrar la metáfora de un poeta, más aún si el poeta está después, encima, debajo, en la cuerda floja de este mundo -que no tiene ni cuerda- y flota, sobre ella, como ave temible e indestructible. Ahí, sobre el dolor, el inmenso dolor, la casi desolación de su Tierra Santa, está ella, como estuvo antes, casi desnuda, con un collar de palabras rodeándole el mito de la carne y ahí se halla su sensualidad, su apetito, su voracidad de hermosura, su elegancia. Es difícil llegar hasta el fondo mismo de lo que ya no pronuncia, pero nos dejó escrito, la poeta italiana Alda Merini. Es complicado llegar hasta esa parte de ella que no podrá morir. Pero allí fuimos, allí pernoctamos, allí supimos de su sangre y de su viento. Allí la hicimos nuestra, como se hace nuestro a cualquier poeta, barajando las hojas de sus libros y deglutiendo todo su deseo.  
Casi saciados ya, pero impenitentes, irresponsable este ojo de halcón que nos domina, altanero, irreductible, esquivo -si hace falta- y dócil también -aunque parezca un pájaro contradictorio o sea un delicado Polifemo en busca de la sed-, nos encontramos ante una tercera mujer, Forugh Farrojzad. No lleva velo en el libro que está dentro de una vitrina. No lleva velo, cuando Mohsen ha de sufrir el avasallamiento de su padre, porque ha comprado un libro de la poeta y se duele también pues, luego de pegarle, se lo rompe. ¿Por qué lees eso? –le increpa-  ¡Es el libro de una puta! De una grandísima poeta, era el libro, de la mujer que se atrevió a pronunciar todo su pensamiento y su deseo, de la más grande madre de la poesía persa contemporánea.    
Y así el halcón, sudoroso de sed, alimentado por el violento verbo, tornasolado casi y deleitándose en las interlíneas vitales, vive. Sólo la muerte podrá cortar sus alas. Sólo la palabra lo resucitará en el último día. Él ya no tiene remedio, fue parte de esa ingrávida peregrinación que lo arrastró hacia el fuego, sin quemarle las alas.