4 de julio de 2011

SOBRE METÁFORAS Y DECIRES


Una cosa es decir: tengo una cría de cuervo en el sobaco, con lo que el lector ya sabe que, sea lo que sea, le sucede al poeta. Por sucia o por novedosa que nos parezca la metáfora, metida la susodicha cría en cualquier recoveco de la humana figura, indicará claramente que al autor le inunda algo que pudiera llamarse en la calle desazón, por ejemplo. Pero he aquí que la metáfora no siempre va hacia uno y, fiera de muchos caminos, el que pueda verse en ella reflejado no siempre será aquél o aquella al que el espejo poético quiso hacer receptor de su agirasolada palabra. Es decir, casi nunca se llegará a entender lo que quiso decir el poeta. Se tiene que andar mucho en la poética ajena, se tiene que haber repasado muchas veces el universo simbólico de un escritor, para dar en la tecla. Evidentemente, el que escribe camufla las disonancias con hermosos decires y suaviza la hermosura no en boga bajo duras, aunque luminosas, imágenes que transmitan una sensación, la que siente en ese exacto momento.
Escribir no es llorar hacia dentro, sino llorar, fuera de uno, en el triste mundillo que nos rodea. Hacia dentro no llora sino aquel al que le basta transmitir una tanda de sucesos, diarreas, dolencias, deseos, picores propios para, con ello, sentir su pobre espíritu más inflado, más leve, más cazador de mediocres en busca de un autor. El verdadero poeta llora su existencia entre tanto becerro de oro, pero no la transcribe con unipersonalidad, no la vierte en el caldo sublime de la poesía. Su poesía se duele más allá, se impregna más allá, llega de más allá y regresa al silencio del lector, sin nombre, sin apellido acaso, sin posesión ni propiedad alguna.
Sé de gente que, por un bórrame allá las letras, es capaz de montarle a uno un funeral, silenciarle por siempre, abarrotarle, por una falsa alarma y falsamente. Al verdadero poeta no se le puede callar ni con un tiro en las ingles, siempre nos quedará su verso, siempre nos quedarán sus sueños, siempre nos quedará su voz, que ya no será solamente su voz sino la voz de un pueblo, la insilenciable voz del deseo de todos, de la amargura nuestra, de toda la miseria que llevamos y de la enorme suerte de haber podido contemplar las cosas.
Escribir es una puerta abierta hacia ese pozo franco que comienza después de haber callado. Nadie ha podido nunca arrancarnos los versos. Nadie sabrá jamás llegar hasta el último escalón de la metáfora propia. Nadie podrá sajar el glorioso dolor de haber vivido en el centro ultimísimo de la voz. A nadie roba nada el que confía en una sucesión de letras que, mucho más certeras que ese número pi, tan discutido ahora, forman escalas ciertas en la música. Ser poeta es rozar apenas una célula de la única razón precisa para sentirnos vivos. Tan sólo una célula, pero, como dijo Arquímedes, ese punto de apoyo capaz de levantar el mundo.